Tokio Blues: explorando la residencia
Si el primer capítulo nos dejó una sensación de confusión entre escenas y apenas un vistazo tímido de sus protagonistas, ahora avanzamos un paso más hacia el corazón de Tokio Blues de Haruki Murakami.
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Y es aquí donde creo que el término “personajes” se queda corto; conforme seguimos la historia de Watanabe, cada uno de estos seres va tomando vida más allá de las páginas, cruzando la línea de lo ficticio para convertirse en personas. Aunque todos interpretamos ciertos roles, ese título de “personaje” nos limita en esta historia, y Murakami lo sabe.
En esta segunda entrega, vemos a Watanabe dibujar su nuevo entorno en la gran capital. A sus 18 años, deja atrás Kobe para comenzar la universidad en Tokio, un cambio importante tanto en su vida como en la narrativa. Nos lleva a una residencia estudiantil en las afueras, donde cada detalle —la distribución de las habitaciones, la dinámica de los estudiantes— nos sumerge en una atmósfera vibrante. Y ahí está su compañero de cuarto, alguien tan meticuloso con la limpieza que hace que Watanabe, y nosotros con él, lo observemos con una mezcla de sorpresa y curiosidad.
Un momento inesperado en el texto es la descripción de la izada de la bandera por parte del celador y su ayudante al comenzar la mañana. Este detalle le recordó a Watanabe —y quizá también a los lectores— que las tradiciones, hasta las más simples, pueden marcar el inicio de un día. Fue un detalle tan curioso que me llevó directo a buscar el himno japonés en YouTube. En pocos segundos, escuché esa melodía milenaria:
“Que su reinado, señor, dure mil generaciones, ocho mil generaciones hasta que los guijarros se hagan rocas y de ellas brote el musgo.”
La simplicidad de esta letra, alejada de la grandilocuencia de otros himnos nacionales, se despliega con una paz sorprendente, casi contemplativa. En contraste, muchos himnos occidentales están llenos de notas heroicas y referencias a antiguas batallas. Este himno japonés, además de ser uno de los más breves, se centra en la permanencia y la serenidad.
Volviendo a Tokio Blues, una reflexión de Watanabe sobre esta ceremonia destaca con fuerza:
“¿Por qué tenían que arriarla de noche? Las razones se me escapaban. La nación sigue existiendo durante la noche, y hay mucha gente que trabaja a esas horas.”
Con su habitual perspicacia, Watanabe se pregunta si acaso las personas que transitan por Tokio en la madrugada, bajo la protección de esa bandera, no deberían sentir también el resguardo de la nación.
Este tipo de preguntas, simples y profundas a la vez, son parte del sello de Murakami.
Naoko y las caminatas sin rumbo
En la segunda mitad del capítulo, nos encontramos de nuevo con Naoko, esta vez compartiendo una caminata con Watanabe. Estas caminatas entre los dos no parecen tener un rumbo fijo; sin embargo, la falta de un destino en sí mismo parece ser el motor de esta relación. Los diálogos entre ambos nos acercan a su vínculo especial y a la figura de Kizuki, amigo de ambos y un personaje que, aunque ya no está, los conecta en una manera profunda y casi espiritual. La muerte de Kizuki ha dejado una marca profunda en Watanabe, quien la describe como una constante en la vida, no como algo que se opone a ella. Y esa frase que marca el capítulo lo dice todo:
“La muerte no existe en contraposición a la vida, sino como parte de ella.”
Con esta reflexión de fondo, terminamos el segundo capítulo. Si siguen aquí, los invito a acompañarme en la próxima entrega de esta travesía a través de Tokio Blues. Gracias por leer.
Créditos: Planeta Libros Redacción: Gastón Vena