Hoy viajamos a Pokhara, Nepal, a través de la experiencia personal de Angie D’Errico, autora del blog de viaje Titin Round The World, y el libro ¿Y dónde están los terroristas?, que relata su travesía por Irán y Kurdistán.

Angie aborda cada viaje como una experiencia cultural que la enriquece y obliga a replantear sus propios prejuicios y preconceptos, que también pueden ser los nuestros.

A partir de ahora, esta es su historia…


Esa mañana me levanté confundida. Es difícil de explicar. Porque si bien varias veces me despierto no sabiendo dónde estoy —producto de vivir viajando— otras tantas abro los ojos con una certeza que más que tranquilizarme me pone alerta.

Era una de esas veces.

Abrí los ojos cuando el sol aún estaba naranja. Y a pesar de que era la segunda vez en mi vida que lo primero que veía era esa mampara verde destartalada, supe al instante dónde estaba, por qué estaba ahí y hasta me dejé invadir por una sensación de paz mental demasiado sospechosa. Ojo, no es que sea una neurótica que no puede disfrutar un momento sin sobresaltos (tal vez un poco), pero sentir como si Pokhara fuese mi hogar dulce hogar sin siquiera haberme despertado del todo, no voy a mentir, me generaba cierta inquietud.

Me senté y quedé de frente al espejo que colgaba valiente de un armario del año del Buda. Mi reflejo me sonrió. “Estás en Nepal, boluda“, me dije a mí misma y puse un pie en el día que recién empezaba.

Subí a la terraza del edificio y quedé de frente a la imponencia para nada modesta del Himalaya. Nos observamos mutuamente. Era mi segundo día en Pokhara, pero probablemente fuese mi vez mil viendo esa cadena de ochomiles. Sentí que uno de los picos me devolvía la sonrisa con un poco de malicia. Como riéndose de la distancia que nos separaba y de la lejanía en tiempo y espacio que eso suponía. Como retándome a acercarme tal vez un poco más.

Siempre tuve algo con las montañas.

Me acuerdo la frase de una chica que conocí viajando, aunque no recuerdo ni dónde, ni cuándo, ni quién fue exactamente, que me dijo que ella había nacido en una ciudad sin relieve y por eso había generado una fobia a la planicie. Ahí me di cuenta de que yo también sufría ese trauma psicológico. No reniego de los atardeceres que solo se ven en los horizontes infinitos, pero algo me atrae a las zonas altas y probablemente sea el querer alejarme lo más posible del haber crecido a nivel del mar.

Le guiñé el ojo a ese pico provocador y salí del edificio en dirección al lago Phewa. A pesar de que me separaban tan solo unas 5 cuadras, el camino se hizo eterno.

No había hecho ni una cuadra, que Kasmitha entró en escena.

Cuando me vio, salió corriendo del restaurante con los brazos preparados para ese abrazo fraternal tan característico de esa zona del mundo. Nos habíamos conocido el día anterior, pero nos saludamos como si nos hubiésemos reconocido de otra vida. El colorido de su ropa brillaba con la misma intensidad que el azul del cielo. Me sonrió con la cara cansada, pero viva y me invitó a desayunar con ella. Quería que probara los Gwaramari (unos pancitos típicos nepalíes) que seguro estaba preparando desde las cuatro de la mañana.

La primera vez que hablamos, lo primero que me dijo fue que quería irse. Que amaba la montaña, la naturaleza y a su familia, pero más amaba una libertad que desconocía. La anhelaba como si la hubiese experimentado y se la hubiesen arrebatado a la fuerza. Pero no puedo, me dijo. Ya es tarde.

Me senté en el piso en la puerta local al lado de su padre, que estaba cortando las raíces de cúrcuma para el resto del día. El papá no hablaba inglés, así que solo nos sonreímos hasta que se nos tensaron los labios. Agarré un cuchillo que había quedado al lado de uno de los fuentones y me puse a cortar con él.

Kasmitha apareció con un masala chai y los gwaramaris humeantes. Me pidió que le saque foto para que pueda mostrarlo al mundo. El picante me agarró desprevenida. Kasmitha me miraba sin pestañear. Yo le había dicho el día anterior que amaba el picante. Que de hecho a veces hasta lo extraño.

Resultó que en su emoción de compartir su cultura con alguien que le prometió que le encantaba, se excedió de amor. Empecé a llorar y toser con la carcajada del padre de fondo, que seguro pensaba en lo flojos que solemos ser los extranjeros. Kasmitha me trajo pañuelos, agua y recomendaciones para respirar lo más normal posible. Recuperé la compostura con varios trozos de pan pita y seguí comiendo. Mi orgullo no me permitía dejar ese plato exquisito por la mitad.

Nos reímos en la confianza de la escasez del idioma y le dije que tenía que irme, que quería ir al lago. Nos volvimos a abrazar y seguí camino.

Ahora todo pesaba más.

La gratitud inmensa que se siente al ser la receptora de la necesidad de expresarse de otra persona, inevitablemente viene aparejada de cargar con el peso que significan esas palabras. De repente mi propia libertad me molestaba. Me daba culpa. En las dos cuadras que quedaban hasta uno de los lagos más importantes de Nepal, mi cabeza se replanteó casi la totalidad de las decisiones que tomé a lo largo de toda mi existencia. Necesité el lago más que nunca.

Los puestitos callejeros se agolpaban desde la última calle antes de entrar a una de las tantas zonas turísticas de la ciudad. Comida, ropa, juegos para niños, souvenirs y más comida. Madame, madame, intentaban llamar mi atención los vendedores, creyendo que mi cuenta explotaba en euros y mi único interés era llevarme cosas solo porque eran baratas. Para mí los viajes pasan por los intercambios culturales, por las conexiones humanas más allá de las trabas idiomáticas. Aunque eso signifique más desgaste de energía y, la mayoría de las veces, aprendizajes a las piñas. Me senté de cara al agua turquesa, inspiré cúrcuma, ají y canela, y exhalé la mayor cantidad de humildad y agradecimiento posible.

¿Cuántas Kasmithas habrá en el mundo?

No pude evitar preguntarme. Evidentemente, Nepal iba a seguir removiéndome las entrañas con una intensidad con la que aún tenía que aprender a lidiar. Y en ese instante, solo pude agradecer la posibilidad de estar viviéndolo y descubriéndolo. Duela lo que duela.

Escribe Angie de titinroundtheworld.com para XIAHPOP

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